Marcelino era terco en sus reflexiones y argumentos. Tuve la suerte de conocerle en 1993 en Madrid en un local de una Asociación. Me imaginaba a mi padre allí con ese señor de los jerseys de lana, fiel a sus ideales y tan incansable en sus convicciones. Aquello no pudo ser, no se conocieron. Yo entonces era muy joven y me impresionó aquella persona menuda que defendía con tesón lo justo universalmente en las más avanzadas reivindicaciones de naturaleza social. Yo viajaba a Cuba a conocer in situ la Revolución Cubana, él nos aleccionaba a los que ibamos a partir. Yo, que había leído el libro de Román Orozco "Cuba Roja", tenía cierta inquietud por asistir en persona al experimento social de la isla. Las palabras de Marcelino tuvieron en mí un profundo calado, en estricta coherencia con su vida y con mis contradicciones. Marcelino Camacho no tenía reparos en defender la Revolución con la insensatez de los románticos. Aquellas verdades eran inevitables, llenas de optimismo y esperanza, bien pensadas, auténticas. El viaje a Cuba fue inolvidable.
Ayer salí un poco antes de la oficina y estuve en Lope de Vega, la sede de CC.OO. en Madrid, dándole el último adiós y levantando el puño delante de su ataúd. Un click a mis espaldas. Vi a su apenada esposa, feliz de haberle tenido por amante, a los compañeros del sindicato y del Partido, a viejos camaradas como enseñas recordatorias del pasado. Una serie de instantáneas eran evidentes, la intensidad de las emociones, la sensibilidad exacerbada de algunas anónimas personalidades y la voz de mi padre al otro lado del teléfono.
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