jueves, 20 de mayo de 2010

La hormiga y el niño.


El niño en uno de esos episodios infantiles aplastó la hormiguita. La eterna y atroz ley de la vida. Sin sensiblerías, con el dedo pulgar, y con la máxima fuerza que un niño de seis años puede presionar sobre el queratinoso cuerpo del insecto la machacó, el resultado fue necesariamente indiferente al impecable realismo cotidiano. La hormiga falleció, conservaba un tenue movimiento en una de sus antenitas, y ¿cómo decirlo?, el pequeño, sin buscar más allá, se limpió los dedos en la camiseta que llevaba puesta. Su padre le miró en ese plano de la ausencia física, en contrapicado observaba a su hijo convertido en un Dios Todopoderoso. Hizo una mueca de disconformidad y dio la mano al niño, con ternura. El padre recordaba el ínfimo incidente y en esas incursiones de sangre despiadada que sirven para crecer. El niño siguió al padre en esa posición de dejarse tirar camino de la casa, iba callado. Estaba pensativo. Antes de llegar al final del trayecto de aquella tarde, el pequeño le preguntó a su papá: “¿Estaban esperando a esa hormiga en su casa?” la parada se hizo obligatoria, era como un pensamiento mágico. El padre no sabía que contar, “si tú no volvieses a casa Papá y Mamá te buscarían toda la noche hasta dar contigo, hijo”. El niño sometió esa respuesta a su raciocinio, se quedó triste. El padre estaba fascinado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario